19 abr 2010

Habemus Beatles: A 40 años de su separación, el “perdón” ha llegado oficialmente.



Portada del 10 de Abril del diario oficial del Vaticano L'Osservatore Romano (indicaciones estilo Yellow Submarine superpuestas).

Es difícil, en gran suma, perpetrar en las opiniones históricas que la iglesia católica ha manifestado en torno a las expresiones artísticas musicales. Si bien su rol de dar fundamento a la fe de muchos no contempla en principal caso el tomar atención a las melodías que se escuchan con el tiempo, la existencia transversal y estimulante de la música es un vasto génesis de movimientos culturales que, en mayor o menor medida, generan modificaciones en el pensamiento humano. En este sentido, y siendo la religión uno de los pilares más pro-conductores de la actitud de los hombres, el dejar escapar la relevancia del sonido armónico en la mentalidad de la gente ha sido quizá uno de sus tantos e incontables errores estratégicos.

Ningún sacerdote en plena lógica puede negar que, desde la métrica casi obsoleta de una canción de misa hasta el despilfarro delicadamente escogido de las notas de Gilmour (Pink Floyd), existe un trecho inimaginable. Y es más; todo miembro del clérigo tiene el derecho y la oportunidad de poder escuchar lo que a éste le parezca más concordante con su gusto auditivo. Por lo mismo, extraña que desde hace ya décadas los silencios en torno al tema se hayan roto sólo para críticas llenas de polvo inquisidor y visiones anquilosadas en lo moral. Que la iglesia ortodoxa no se haya aliado con los géneros musicales modernos desde un principio no fue una buena jugada para seguir concretando nuevos fieles, en su mayoría jóvenes, que esperarían de sus dirigentes espirituales una mayor cercanía con sus aficiones.

El paso mayor en esta área se desarrolló en grata medida al interior de las oratorias de raza negra al sur de Estados Unidos, concentrando plegarias administradas por coros que forjarían el estilo Gospel, estilo que derivaría, con mucho mayor atrevimiento y detalle, en los inicios del Blues y el Jazz. Más estos lapsus creativos y más abiertos no son un referente sincero del espectro general del comportamiento de la iglesia frente a la música, sobre todo en los epicentros clericales de los países en donde el catolicismo ha intercedido. Así, vemos una institución que desde mediados del siglo pasado fue perdiendo relevancia en sus seguidores más prematuros por un factor determinante - no así el único o el más relevante - y que atiende no necesariamente a la concepción sagrada de sus figuras, sino a lo sagrado que puede resultar el arte bien realizado.

Sin embargo, el pasado 10 de abril se concretó una aventura, si así queremos llamarla, de la opinión pública católica. En la conmemoración número 40 de la separación oficial de los Fab Four, el diario oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, incluyó en la portada de su edición diaria (fotografía superior izquierda) un dibujo tamizado de una de las fotografías más emblemáticas de la música contemporánea. Un Abbey Road promulgado en tinta papal sentenciaba, finalmente, que los Beatles debían ser escuchados a pesar de sus “pecaminosos” comentarios de antaño. Luego de cuatro decenios de haber omitido la importancia de la banda británica en la retina, tímpano y conciencia del planeta, la sede del catolicismo occidental reconocía el papel crucial que el cuarteto de Liverpool había tenido en la formación de millares de personas (entre los cuales cuentan, claro ésta, millares de fieles).

Empero, esta cruzada por comprometerse con el gusto colectivo por The Beatles no comenzó el presente año. El 2008, y también en una fecha efeméride para el legado del grupo, el diario sacro publicó un artículo que enaltecía lo logrado por el inolvidable “White Album”, a cuarenta años de su lanzamiento. “Una revolución blanca, (…) una utopía musical, donde se encuentra todo y lo contrario de todo”, eran los tipos de comentarios que se vertían como plegarias modernas alabando el trabajo de George, Paul, John y Ringo en aquel disco. Ahora bien, lo relevante de aquella publicación, sin desmerecer que finalmente se pudo ver más allá que la sotana en términos de lo que puede hacer el hombre con una guitarra, fue el extenderle la mano al polémico Lennon y desechar los rencores que su recordada frase “Los Beatles somos más famosos que Jesucristo” habían generado en 1966. Por más ángulos verídicos que tuviera aquella aseveración, y teniendo en cuenta el auge sustantivo de la Beatlemanía y la pérdida generalizada de la credibilidad del catolicismo en aquel período, cientos de congregaciones y movimientos más conservadores se largaron en picada en contra del avance inamovible de la agrupación, generando una de las polémicas internas más complejas en la historia del grupo. En uno de los primeros párrafos del artículo de L’Osservatore del 2008, la pugna se cierra con una tajante e inmadura posición de la iglesia, instalando un candando abstracto a cualquiera que en la actualidad quisiera apoyar las palabras de John: “Fue una frase que suscitó profunda indignación pero que hoy en día suena más a una mofa de un joven de la clase obrera inglesa abrumado por el éxito.”

Es así como encontramos un primer, lento y orgulloso paso por hacer desaparecer el quiebre generado con los Beatles, logrando suavizar una vez más el aspecto tosco propio de las esferas de poder más arcaicas del Vaticano. Pero, ¿por qué esperar tanto para aceptar la grandeza creativa de los pasajeros del Submarino Amarillo? El fenómeno se explica en gran parte por el badulaque comportamiento de la iglesia frente a todo lo que parezca ser más atrayente para sus adeptos. Si no hubo tolerancia y comprensión en los años contemporáneos a los Beatles, no había por qué esperar una actitud diferente en los años post-Beatles. La sensibilización de la cúpula central del catolicismo frente al poderío mediático y cultural del cuarteto tuvo que evolucionar de manera sensata para que, finalmente, se aceptara el talento innato de los otrora jóvenes de barrio que sólo quisieron poner un sello único y definido en la música de todos los tiempos. Al adoptar esta posición automáticamente nace una decisión absolutamente funcional y práctica; si se da a entender al público joven que los miembros de la congregación religiosa no son vástagos del pasado, sino más bien seres moldeables y abiertos a las nuevas influencias, el proselitismo sigue su curso y tiene un mejor resultado.

En una u otra línea, los dos artículos publicados la pasada semana parecieran haber sido pauteados por los dichos de Charly García años atrás: “Si alguien me dice que no le gustan los Beatles, ya no confío tanto en él.” En la gran y antigua maquinaria eclesiástica, las tácticas para asomarse un poco más en la formación de lazos transversales con los indulgentes se han ido adaptando a circunstancias favorables para la institución. Y qué mejor oportunidad que abrazar a los Beatles y generar ecos positivos frente a la imagen de la banda, asumiendo la grandeza indisoluble de sus composiciones y el vasto obsequio emocional a generaciones enteras que aún los ven como un referente exacto de los matices que la perfección puede adquirir en lo terrenal.

En los textos escritos por Giuseppe Fiorentino y Gaetano Vallini del pasado 10 de Abril, presenciamos el límite soportable de los desgastados comentarios en contra de los músicos ingleses. Sólo a dos meses de haber puesto en la lista Top Ten de discos favoritos del estado católico a Revolver (edición de Febrero de L’Osservatore Romano), los Beatles adquieren, para visión de muchos medios internacionales, la absolución definitiva por parte de la iglesia apostólica. Se infiere, entonces, la sumisión cordial en torno a la labor artística del conjunto, y el cómo a partir de coros escalonados y acordes extraoficiales lograron, junto a otros grandes de su tiempo, trazar las líneas del antiguo testamento de la música popular. Así y todo, L’Osservatore Romano irrumpe a principios de la semana pasada con un comunicado que busca, nuevamente, posicionarse por sobre el talante objetivo y marcar la potestad de sus comentarios. Según el diario, no se encuentra sentido al apelativo de absolución, y esta interpretación no tiene mayor base puesto que “los cuatro artistas de Liverpool no tenían naturalmente ninguna necesidad (de ser absueltos)", haciendo memoria de un artículo publicado en el mismo medio el 14 de agosto de 1966, de autor anónimo, y en donde supuestamente John se arrepiente de sus dichos en medio de una poco conocida declaración. Cuento viejo para una actitud aún más de antaño, pero que no supera la profundad realidad de que tenemos, quiéralo la iglesia o no, Beatles eternos.

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